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Siempre quedó aquel verano…

con los momentos de un viaje

que me sobrecogieron,

que me invadieron y me llenaron,

para llevarme por senderos abruptos,

y por veredas desconocidas,

entre distancias imaginadas,

regueros de luz y deseos de aventura.

 

Y otra vez aceleraba…

sentía la vida golpearme en la cara,

mientras te agarrabas a mi cintura,

como si no hubiese un mañana,

apretando los lazos en mi espalda,

aspirando la fragancia intensa,

susurrando secretos al oído

y escuchando el latido de la carretera.

 

No había más, solo la moto y tú…

el asfalto y aquel sol de poniente,

el sentido que impaciente bullía,

tu presencia en mi nuca,

el paisaje que me embriagaba

y los caballos que rugían,

sin destino, sin rumbo

pues no había nada que perder.

 

Y me dejé llevar por las señales…

por las caricias del motor,

por la razón del estío,

por las ruedas y la emoción

de una estación, de un albergue,

de un equipaje desaliñado,

de una venta de carretera

y un beso robado.

 

Y el camino nos pertenecía…

éramos centauros indómitos,

en aquella jungla de acero,

dueños de nuestro destierro,

dominadores del destino,

moteros a tiempo completo

y jinetes abducidos,

en un mundo sin fronteras.

 

Sí, todo quedó en el recuerdo…

la memoria en los bolsillos,

una mochila raída

una mirada transparente,

que contemplaba el firmamento,

libre y espléndida,

mientras devoraba los kilómetros

con la vitalidad en la maleta.

 

Cierto, no hubo más…

solo amor a horcajadas,

el trayecto y tu compañía,

la pasión y el desenfreno,

la odisea en las entrañas

a una velocidad equilibrada,

con aquella vespa para el verano,

y una ilusión de por vida.