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Allende los mares

En la distancia infinita, allende los mares, defendiendo suelo patrio de la insurgencia levantisca que nos rodea. Escasamente pertrechados, pero bien protegidos, no damos un palmo de terreno por perdido y nuestros enemigos, antes de tomar este suelo sagrado, se las verán con nosotros. Nos batiremos el cobre, si es preciso, pero no nos rendiremos.

Cierto es que la asfixia es profunda, los engaños tentadores y la angustia poco llevadera. La enfermedad hace más estragos en nuestras almas que esos malditos traidores. Pero con mas reaños y fe, la bandera permanecerá izada en el campanario. 

Nadie nos socorre, no tenemos noticias de los nuestros, sólo el enemigo que nos cerca nos manda misivas engañosas para que cejemos en nuestro intento. Todo es inútil. Viejas fotografías de familias, anhelos escondidos y antiguas esperanzas alimentan nuestros corazones, opacos por las lágrimas. Sordo rumor a silencio, apenas unas órdenes bien llevadas; buenos entendedores que se comen la espera con las uñas de los días. 

Cerco implacable

En la agonía de una muerte certera, ante el cerco implacable de los sitiadores y la debilidad de nuestros actos, apenas encontramos consuelo en la penumbra de esta trinchera sagrada. Y todos pensamos en lo mismo. Sólo el retrato de nuestras esposas o prometidas, ajados por el tiempo y por los rigores de la guerra, alumbran el alma en estos momentos tan aciagos.

Apenas quedan víveres ni pólvora. Los lamentos de los heridos, en el delirio de aquella batalla sin cuartel, divagan entre pústulas y oraciones, martilleando los sentidos de los que aún estamos sanos o cuerdos. Locura en la selva, en aquella iglesia defendida hasta la muerte.

Por muchas tretas y artimañas que usen los enemigos, traidores a la patria, nos hemos mantenido firmes. Valor, coraje y el honor pendido en el pecho para no dar perdida aquella empresa, para vender cara la derrota y entregar, si fuese preciso, la vida por aquel trozo de España.

Sin cuartel

Los frailes que entraron para convencernos, instigados por los arteros rebeldes, se apiadaron de nosotros e hicieron piña por nuestra causa. De allí sólo saldrían con los pies por delante y, sin dudarlo, empezaron a reconfortar nuestros espíritus. Todo era inútil y nada servía, pues nuestra determinación era infranqueable. Y, aunque nos sabíamos en inferioridad palpable, no había tregua ni se pedía.

Confianza ciega en los gruesos muros de la iglesia de Baler, en aquel pueblo perdido de Filipinas, alejados de todos y, posiblemente, enterrados en el olvido. El beriberi, aquella enfermedad terca, estaba haciendo estragos entre nosotros y varios mandos habían fallecido. Los alimentos escaseaban y los días caían a plomo en nuestras consciencias, pero nuestro tesón era infinito. ¿Hasta cuando duraría la contienda?

No había argucia que no intentarán los insurgentes. Pantomimas de paz firmada, meretrices tentadoras, agua y comida salvadora. Cada día inventaban algo nuevo para quebrar nuestra voluntad y poner fin al asedio. Pero la iglesia no se entregaría tan fácil. Aquello era nuestra patria y la defenderíamos hasta el final.

El enemigo está dentro

Habíamos realizado varias salidas por sorpresa para conseguir alimentos y desbaratar algunos planes para coparnos. Nuestro ímpetu es importante y los lances guerrilleros se cuenta por victorias. Sólo la enfermedad está dispuesta a romper nuestra resistencia. Las condiciones del sitio son extremas y las horas del reloj, prisionero de nuestros desvelos, no pasan en balde.

Y cada vez somos menos. Muchos compañeros han perecido ya, fruto de la enfermedad o por alguna que otra herida de fusil. Las escaramuzas también tienen su precio. Apenas quedan capitanes que defiendan la plaza y la parca está presente en cada hueco de la iglesia. Tan sólo nos queda el consuelo de que nuestras familias sepan del valor y el arrojo que demostramos al defender nuestra bandera y nuestra patria.

Otra vez de noche, quejidos lastimeros en las naves del tempo, muerte en tu hombro y rezos involuntarios. Ignoramos el tiempo que llevamos resistiendo, pero ya va pesando en el corazón. Otra treta, esta vez de manos de los americanos. ¿Qué habrán pensado en esta ocasión?

Los últimos defensores

Ecos de tregua, de que la guerra ya no existe, de que éramos los últimos defensores de una causa perdida y un sueño olvidado. Pedimos pruebas fehacientes, realidades y no quimeras. Algo se cuece a nuestro alrededor y lo ánimos, exhaustos por el esfuerzo, piden un respiro. 

Ahora los rumores toman viso de verdad. Parece que la realidad se derrumba ante nuestros pecados y al final la lucha ha sido infructuosa. Pero no nos arredramos, salimos con la cabeza bien alta, orgullosos de nuestro deber cumplido. La iglesia no cayó en manos enemigas y jamás fuimos derrotados.

Honores de victoria por parte de los rebeldes, admirados por nuestra determinación; propuesta de traslado, repatriación y homenaje. Ellos, rendidos ante la evidencia, no pueden más que abrirnos el paso, levantar sus armas y lazar salvas al aire.

Muchos quedaron allí enterrados, otros volvimos, después de los años, a España pero el coraje demostrado, en aquel pequeño pueblo de Las Filipinas, quedará grabado para que la historia lo recuerde. Fuimos los últimos defensores, los que jamás se rindieron.