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Clavo ardiendo

Ante calamidades y desastres continuados nos agarramos a un clavo ardiendo para suplicar o rogar que pase la tormenta. Creyente, agnóstico o ateo, pides la gracia a la deidad oportuna, ya seas al espíritu que te habla en tu interior, a la Madre naturaleza o a Bill Gates más filántropo. Y ahora más que nunca, ante esta pandemia que está destrozando nuestra vida, ante este maldito virus que ha destruido nuestro camino cotidiano, nuestras costumbres y abrazos, buscamos a la desesperada un cobijo, un rayo de luz en forma de medicamento o una vacuna para la esperanza.

La humanidad se ha enfrentado a terribles temporales a lo largo de la historia y ahora nos ha tocado a nosotros transitar por el desierto. Debemos estar convencidos que saldremos adelante, que conseguiremos sobrevivir al huracán, aunque mucha gente haya naufragado en la soledad del océano. Y siempre navegando, remando a contracorriente y luchando contra los elementos, sin descanso,, sin demora. Pues por muy dura que sea la travesía, por muy cruenta que sea la tempestad, el sol volverá a brillar en el horizonte. Atrás quedaron guerras, hambrunas y otras pandemias que asolaron la población y extenuaron el espíritu del ser humano.

Peste Negra en Sevilla

Para muestra un botón. Sevilla sufrió un terrible epidemia de peste bubónica en la primavera de 1649. Por aquel entonces la capital hispalense era la New York del mundo, una ciudad cosmopolita, con un puerto de referencia para comerciantes, artistas y buscavidas diversos, pues a través del río Guadalquivir entraba toda la riqueza proveniente de América. Así, durante todo el año, la flota de indias era esperada con devoción y los muelles hervían de actividad y entusiasmo ante el acontecimiento. Cierto que había pobreza y picaresca en busca de una oportunidad, pues todo era atraído por lo mismo, pero en aquella urbe inmensa todo se amasaba, lo humano y lo divino, la miseria y la opulencia.

Aquel año fatídico supuso un golpe definitivo para Sevilla pues jamás se recuperaría. La peste negra diezmó a la población, perdiendo casi la mitad de sus habitantes (el gran imaginero Juan Martínez Montañez falleció el 18 de junio de aquel año, víctima de la epidemia). La cuestión de las pérdidas humana no fue nada baladí pues jamás volvería a ser la misma ciudad floreciente de otros tiempos. Al poco la Casa de la Contratación pasó a Cádiz y las flotas de Indias no volvieron a atracar en el puerto sevillano. El declive fue absoluto y las pérdida cuantiosas. Pero lo urgente era detener la sangría de aquel ángel de muerte que pululaba por las calles y ahí surgió la plegaria, la rogativa desesperada por la pronta solución.

Sin medidas de higienes y sin cura conocida, con el desconocimiento más absoluto sobre la enfermedad, las personas, temerosas de Dios (era una época donde la iglesia tenía mucho protagonismo) se agarraban a la desesperación para suplicar, para rogar una indulgencia. Y se asieron a un Cristo de estilo gótico, presente en la Casa grande de San Agustín, considerado Asilo y Protector de la ciudad. Solía procesionar hasta el humilladero de la Cruz del Campo cada Semana Santa y se le atribuían multitud de milagros. Pero el más importante tendría lugar el 2 de julio de 1649.

El Cristo de San Agustín

Ante la desazón del pueblo de Sevilla, que había vivido el pico de la pandemia a principios de junio, ante la desesperanza más absoluta, el cabildo catedralicio organizó una procesión extraordinaria con el Cristo de San Agustín, desde su convento hasta la Catedral. Con gran boato y devoción, con grandes ausencias por la peste, el cortejo paseó por las calles ante la atenta mirada de los presentes, que le rezaban sin cesar. En la Catedral se le veneró durante un día entero. Cada habitante de Sevilla se encomendó a aquella imagen del Hijo de Dios crucificado, cada persona se entregó en sus ruegos para que la enfermedad dejase de matar, para que saliera el sol tras el horizonte.

Y de pronto pasó. Fuera porque ya había terminado todo, porque la pandemia había decaído o porque ya no había nadie para morir, lo cierto es que desde aquel día en que procesionó el Cristo de San Agustín, las muertes mermaron, las fosas comunes dejaron de llenarse y los lamentos se iban apagando por las calles estrechas. Desde aquel 2 de julio de 1649, la ciudad empezó a despertar de la pesadilla y comenzaba a caminar en un nuevo escenario, que había que construir.

Seas creyente o no, ante la fatalidad te agarras a una esperanza, sea en forma de Dios espiritual, una imagen venerada o venga de la mano de la ciencia. Todo depende de la fe. A mediados del siglo XVII Sevilla entera se aferró al Cristo de Agustín y salió de la tormenta. Curiosidades de la historia de la ciudad, hechos que rozan la leyenda y por los que, desde entonces, se venera aún más a aquel Cristo gótico que se paseó por las calles en rogativa..

Aferrémonos a esa esperanza para superar el escollo que nos ha tocado vivir, seamos responsables con las medidas, cumplamos las normas y confiemos en el futuro que está por escribir pues pronto el virus será derrotado, la vacuna descubierta y podremos mirar nuevos amaneceres, mientras abrazamos a nuestros seres queridos. Pues no queda más remedio que continuar porque, aunque sea con bastón o a rastras, tenemos que seguir avanzando.