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La guerra de los 80 años

A lo largo de la historia de la humanidad se han producido hechos que han determinado el devenir de una batalla o un descubrimiento. Caminos ocultos entre las montañas, traiciones o apariciones de astros celestes en el cielo que se interpretaban, según las creencias, con el apóstol o santo oportuno. Y en Empel (Holanda) se dio uno de esos supuestos milagros (o casualidades) que hizo cambiar el signo de la contienda. 

Todo ocurrió entre el 7 y el 8 de diciembre de 1585, en plena guerra de los ochentas años, cuando España se enfrentaba ferozmente contra los rebeldes de los estados Generales de los Países Bajos.  El Tercio Viejo del maestre de campo Francisco Arias de Bobadilla, por órdenes de Carlos de Mansfel (uno de los mandos de Farnesio) ocupa el pólder de Bommel, situada entre los ríos Mosa y Waal. En el mismo lugar se encontraban los Terciios de Mondragón e Íñiguez.

La situación en aquel lugar se vuelve crítica por momentos. Los Tercios se encontraban asediados por una escuadra de más de 100 barcos, comandada por el almirante Holac. Sin víveres, ateridos de frío, bombardeados constantemente, sitiados completamente y rodeados de agua, todo se vuelve caótico y la desesperación embarga a la tropa.

Los españoles no se rinden

El jefe enemigo propuso una rendición honrosa pero la supuesta respuesta española, más propia del romanticismo, fue clara y contundente: “Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos”. Ante esta respuesta, el almirante holandés mandó abrir los diques para inundar el campamento enemigo. Nada estaba saliendo bien. Pronto, el Tercio Viejo, bravos soldados españoles, quedó aislado en un montecillo de Empel, repleto de cuevas, donde buscaron un refugio momentáneo.

Con morteros y lombardas se barre la posición española, pero consiguen repeler el ataque. No saben cuánto tiempo pueden aguatar en aquella situación. La ayuda no llega y el tiempo se termina. 

En aquel preciso instante, donde la esperanza se desvanecía por momentos, donde la moral se desmoronaba, donde el enemigo cubría el campo de batalla y todo se oscurecía alrededor, la luz surgió de nuevo, con fuerza, para abrirse paso entre las aguas y guiar al Tercio a la victoria. Resulta, que uno de aquellos soldados, cavando una trinchera para guarecerse se encontró con una tabla de madera, de vivos colores, con la imagen de la Virgen María. (En realidad el alumbramiento de la Virgen por su madre Santa Ana)

La aparición de la Virgen

Según Alonso Vázquez, que relató los sucesos de Flandes y mencionó que la tabla parecía recién salida de un taller, “aquel tesoro tan rico que descubrieron debajo de la tierra fue un divino nuncio del bien que, por intercesión de la Virgen María, esperaban en su bendito día”.  Y desde entonces, desde la aparición, la suerte cayó del lado de aquellos tercios.

El maestre de campo Bobadilla, considerando el hecho como una señal divina, improvisó un altar y se ofreció una misa en su honor. Posteriormente se instó a la tropa a pelear con denuedo, con ímpetu y entusiasmo, encomendándose a la Virgen. Bobadilla supuestamente dijo: “¡Soldados! El hambre y el frío nos llevan a la derrota, pero la Virgen Inmaculada viene a salvarnos”.

Y resulta que, como si de un milagro se tratase, esa noche de la aparición, se levantó un viento extremadamente frío, inusual y extraordinario, que heló las aguas del río Mosa. Unos 300 españoles, insuflados por el ánimo divino, marcharon sobre el hielo, el resto lo hizo navegando por los canales en docenas de barcas; todos dispuesto para atacar a la escuadra enemiga al amanecer del día 8 de diciembre. Los holandeses, al verlos llegar, se retiraron, sin que se produjera enfrentamiento. Los Tercios habían escapado de la ratonera. 

El almirante Holac llegó a decir: “Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro”. Milagro o casualidad, lo cierto es que el agua se congeló y las tropas españolas atrapadas pudieron salir y presentar batalla, hecho que llevó a las embarcaciones holandesas a que se retiraran. 

Ilustran este artículo dos magníficos cuadros de Augusto Ferrer-Dalmau