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Rompiendo la rutina impuesta por el confinamiento, saliendo del ostracismo de este camino alborotado de virus y pandemia, decidí subir al desván para rebuscar entre los recuerdos. 

Tarde de ceniza, nubes en el horizonte y el tiempo detenido en el dejavú constante de incertidumbre y falta de abrazos. Con el café humeante, recién hecho, me zambullí en fotografías y armarios olvidados, para poner un halo de añoranza en mi vida.

Y de repente salió a la luz: el traje de bailarina con el que debuté en el teatro de la ciudad. ¿Casualidad? ¿Un mensaje velado del destino? No sabía bien lo que significaba, lo cierto es que no dudé en enfundarme aquella vestimenta y mirarme al espejo del ayer para recrearme en mi espacio, en mi momento.

Pensamientos que vuelan al compás de la música, pasos de baile marcados, posiciones ensayadas y un escenario repleto de emociones. Ya el tiempo volaba, entre cisnes y violines, reflejos de bondades y sorbos de ilusión; ya el tiempo no importaba ni las telarañas del alma. 

Rompiendo la rutina y dejando volar mi imaginación, de nuevo bailé como nunca lo había hecho, olvidando el presente y construyendo el futuro, despacio, sin prisas y de puntillas.